domingo, 25 de enero de 2015

CAFÉ CON TOSTADAS Y ZUMO DE NARANJA CON MIEL

Son algo más de las nueve de la mañana, levanto la persiana y dejo que la luz del Sol de invierno contraiga mis pupilas mientras veo la plaza y los falsos plátanos con aspecto de no haber pasado un invierno duro en su vida. Las ruedas de un coche  hacen ¡clak clak! sobre la tapa de una alcantarilla y vuelvo a la cama. Me tumbo boca arriba apoyando los pies y piernas sobre la pared, medio metro por encima de mi cabeza. Activo el wifi del teléfono móvil y espero mientras me observo los músculos, el vello, la piel; giro los tobillos hacia derecha e izquierda y oigo un ¡clac! en el siniestro. Y ahí está, dando los buenos días como una criatura somnolienta, algo felina, que se despereza elásticamente sin poder evitar desgarrar, un poco, las sábanas con las uñas. Es domingo.

Tiene el domingo un encanto especial, un tisquiribis de ¡será un día maravilloso! Una inocencia perdida. El perdón de una hostia consagrada en misa de una. Las cañas. La mañana arrastrando el culo mitad del tiempo en el trineo, mitad en la nieve, con la sonrisa propia del que queda deslumbrado por la terrible blancura, sin saber que es terrible. Las cosas son distintas, las que se hacen y las que se pergeñan. Hay una cierta maldad en esas cosas que se oculta bajo una apariencia de respetabilidad algo desdeñosa. El frío viento en la cara al bajar el puerto sintiendo la velocidad, el peligro. Y el vivificante control sobre la vida de uno mismo.

Aún no he acabado. Tiene el domingo una premura de lunes y un pasado a sábado y viernes de resaca. Lleva, sobre sus espaldas, la responsabilidad del último día de la semana en un déjà vu infinito, lineal en el tiempo y constante como la velocidad de la luz que no sabe que se acerca al horizonte de sucesos. 

Pero me hubiera gustado disfrutar de esas tostadas con café y zumo sobre la cama, ¿hubiera sido diferente el día?



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